Entrevista a Miguel Sánchez Ibáñez, autor de «La (neo)lógica de las lenguas»

Miguel forma parte del Departamento de Lingüística Aplicada de la Universidad Politécnica de Madrid y del Observatorio de Neología de Castilla y León. Ha dedicado los últimos 15 años a estudiar el léxico y la terminología. Acaba de publicar en Pie de Página el libro La (neo)lógica de las lenguas. Hemos hablado con él sobre palabras, neologismos y pantojas.

¿Por qué consideras que es importante el estudio de los neologismos?

No creo que sea tan importante el estudio de los neologismos en sí como el de la neología como proceso. Los neologismos son el producto, la puerta de entrada al análisis del modo en que el léxico de una lengua se va a actualizando, un proceso constante y orgánico que permite a los códigos seguir siendo relevantes. Una lengua sin neología es una lengua condenada a morir, y los neologismos son la manera que tiene ese fenómeno de cristalizar. No me interesan per se, sino como síntoma de algo mucho más profundo y trascendente.

La globalización tiene mucho que ver, como bien se afirma en el libro, con el desarrollo del lenguaje, ¿tenemos que proteger nuestro idioma (evitando palabras como flashback y utilizando analepsis) o dejar que entren todas las palabras que queramos en nuestro idioma (con el riesgo de perder palabras de nuestro vocabulario)?

Creo que es interesante mantener un equilibrio entre los dos extremos: no podemos perder de vista que cualquier lengua es perfectamente válida para hablar de cualquier cosa, pero tampoco parece muy astuto ignorar los modos de nombrar importados de otras lenguas, especialmente cuando demuestran ser satisfactorios y operativos. A mí no me parece que desechando flashback y empeñándonos en usar analepsis estemos haciendo ningún bien al idioma: al contrario, estaremos perdiendo una oportunidad de oro para sofisticar el modo en que nos referimos a la reconstrucción de escenas del pasado. Por ejemplo, en este caso concreto: el hecho de que usemos flashback cuando hablamos de maneras de dar forma a guiones de cine o series, pero que sea mucho más difícil que un psiquiatra lo utilice en sus informes sobre las técnicas que utiliza con sus pacientes nos está diciendo que cada una de las partes de ese doblete supuestamente perjudicial para la lengua se está especializando y nos está permitiendo denominar conceptos con una puntería mayor, afinando mucho más. Frente a esto, creo que es mucho más interesante y beneficioso para la lengua que seamos conscientes de que se está dando el fenómeno y analicemos cómo y por qué se produce, en lugar de empeñarnos en decidir qué palabra es “mejor” o “peor”. Evitemos los juicios de calidad y observemos si lo que dicen los hablantes les sirve para entenderse, que es de lo que se trata.  

¿En algún momento se podrá llegar a una lengua común (entre lenguas que empleen un mismo alfabeto)?

No creo que sea posible: la extensión y variedad de sociedades en las que se hablaría provocaría que, de llegar a darse en algún momento, en el mismo instante en que se instaurara comenzaría su proceso de fragmentación. Quizá podría haber un único estándar global (¿no lo es ya el inglés?), una lengua común en la esfera pública y los medios de comunicación, pero que no fuera la misma que luego hablamos en casa. De hecho, eso ya pasa, por ejemplo, con el árabe.

Otra cosa es que la diversidad lingüística tal y como la concebimos hoy en día quizá está llamada a reducirse de forma muy significativa, pero siempre habrá variación motivada por factores geográficos, sociales económicos… y la variación es el germen de la diversidad lingüística. En cualquier caso, hablar de lenguas como códigos que podemos contabilizar y compartimentar se me hace muy difícil ¿dónde acaba una lengua y empieza otra? Muchas veces no está nada claro.

¿Crees que instituciones como la RAE están oxidadas? ¿Cuál sería tu propuesta para cambiar esto?

La RAE, de oxidada, tiene poco. Es más, creo que está perfectamente engrasada y que funciona como un reloj. Pero claro, funciona como un reloj según unas premisas muy determinadas. La labor que desarrolla es ingente y muy valiosa, pero me parece que incurre en una falacia muy peligrosa: un club privado, constituido desde el poder y el privilegio y que se reserva el derecho de admisión de sus miembros, no puede erigirse en la única institución lingüística legitimada para dictar sentencia sobre una lengua. Ni siquiera entro en lo recomendable que puede ser o  no que se dicte sentencia y se prescriba sobre una lengua, algo sobre lo que tengo mi opinión, pero si se hace, qué menos que se tengan en cuenta a todas las voces implicadas en el asunto, y no solo a las que tienen un altavoz mayor por su autoridad y, en definitiva, sus privilegios: puede parecer que el enfoque panhispánico o la incorporación de mujeres la están convirtiendo en una institución más abierta y conectada con la lengua sobre la que se ha arrogado el derecho de pontificar, pero lo cierto es que sigue estando muy lejos de ser un reflejo de esa sociedad a la que se empeña en dictar las palabras que puede usar.

La RAE debería ganar en transparencia, en inclusividad y en vocación descriptora. Y también abandonar ese discurso de hegemonía que la proyecta al mundo como única autoridad competente para hablar del español: puedo entender el enfoque de su labor, y lo cierto es que aprendo mucho de él, pero que no me lo vendan como el único enfoque válido.

¿Se podría hacer una equivalencia entre los neologismos y las metáforas siguiendo la definición de Nietzsche de que iluminaban la existencia?

Vamos, no es que se pueda hacer una equivalencia, es que muchas veces son la misma cosa, ¡las metáforas son un auténtico motor generador de neología!  Como explico en el libro, hay infinidad de neologismos semánticos que han nacido gracias de metáforas: si llevamos unos meses llamando “burbujas” a grupos estables de personas, o “rastreadores” a las personas que indagan en el modo en que un virus se ha propagado es porque sabemos que tanto las pompas de jabón como los perros sabuesos tienen ciertas características que nos sirven para comprender mejor estas nuevas realidades que hace poco más de un año ni siquiera existían.  A fin de cuentas, nada hay más astuto a la hora de acercarnos a lo desconocido que enraizarlo en aquello que nos es familiar, observar hasta qué punto se parece y, a partir de ahí, lanzarnos a entenderlo y a ponerle un nombre: lo nuevo siempre está construido de fragmentos de lo que ya conocemos.

¿Qué crees que podremos aprender con este libro?

Creo que puede ayudar a ordenar conceptos y nociones que están en nuestras cabezas pero que a veces nos pueden bailar: el libro abre una puerta bastante amable y accesible a los procedimientos de creación neológica del español, invita a reflexionar sobre qué es la neologicidad y también cuenta con una reflexión sobre la controvertida relación entre los neologismos y los diccionarios. Pero sobre todo,  creo que puede ayudar a quien lo lea a caer en la cuenta del inmenso potencial creador que tenemos los hablantes: la lengua nos pertenece, las palabras nacen de nuestras ganas de entender el mundo, porque no hay mejor manera de empezar a entender algo que poniéndole nombre. Creo que el libro explica por qué es tan importante que no perdamos eso de vista. Y bueno, también enseña la diferencia entre un neologismo winehouse y un neologismo pantoja, que nunca está de más tenerlo claro.